Empieza el buen tiempo y con él las ganas irrefrenables de salir a la calle. Este verano es un verano muy distinto a los que solía recordar. Es un verano después del encierro, de la incertidumbre, del miedo y la alienación social más absoluta a la que jamás pensamos que nos podríamos enfrentar.
Salimos a la calle casi de puntillas, mirando a lado y lado y evitando cruzarnos con el resto de transeúntes. Al cruzarnos nos miramos los unos a los otros, con una mirada que bajo ese velo de cordialidad esconde un miedo palpable y helador.
¿Será esta vez la definitiva? ¿Verdaderamente estaremos remontando esta pandemia global? ¿Podremos volver a abrazarnos y besarnos sin miedo al contagio? Demasiadas preguntas arremolinadas en la cabeza y ninguna respuesta veraz que pueda responderlas.
A veces la vida nos pone retos ante nosotros, piedras o incluso montañas que deberemos sortear de la mejor manera posible. Me pregunto qué tipo de error gravísimo tuvo que cometer la humanidad para tener que pagar ahora esta guerra invisible, y al mismo tiempo me pregunto si habrá servido de algo, si habremos aprendido la lección.
La raza humana, egoísta y ególatra por naturaleza, tan poco solidaria como inclusiva...¿habrá aprendido algo de todo esto? Quisiera pensar que así es, quisiera pensar que realmente esto nos puede haber ayudado a valorar más a nuestro entorno, a todas aquellas pequeñas cosas que antes, tan ajenos a todo, éramos incapaces de valorar.
Esta noche salgo como solía hacer, respiro el aire salado de la ciudad, me embriago de la belleza de las luces y neones de los teatros la Gran Via, del ruido del tráfico, de las conversaciones y risas de otros que, como yo, hoy salen con algo menos de miedo a ésta ciudad que yacía dormida ante nosotros.
Tal vez no haya servido para nada, tal vez no hayamos aprendido la lección, pero mientras perdure el recuerdo y seamos capaces de valorar cada pequeño instante de nuestro paso por la vida, todo habrá valido la pena.
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Mono: Mango; Sandalias: Ría Menorca; Clutch: YSL
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