Decidimos salir a explorar la ciudad, sin rumbo fijo, sin metas marcadas. Tan solo teníamos un objetivo concreto: cazar aquella puesta de sol. El aire de la tarde soplaba fresco y alegre, el cielo estaba más azul que nunca, sin una nube a lo lejos, y los árboles parecían bailar al son de la brisa que subía montaña arriba.
El ruido de la moto creaba un eco extraño al retumbar contra las paredes de la estrecha carretera que subía, serpenteante, dirección al Tibidabo. Nunca me gustó ir en moto, siempre me dio miedo e inseguridad, pero aquella tarde sentí una paz inmensa recorriendo aquellas curvas al galope de aquella motocicleta.
No sé si fue el olor a pino y a mar, las flores amarillas que sembraban la falda de la montaña, o aquel cielo azulísimo que iba tornándose ámbar hacia el oeste, pero la belleza de la panorámica, que parecía talmente sacada de un cuadro del impresionista Monet, hacía enmudecer a cualquiera.
Una vez conquistada la cima, parecía una ciudad totalmente distinta. A lo lejos una marea de edificios flanqueaba toda la costa de la Barceloneta, al fondo, el Mediterráneo fundiéndose con el azul del horizonte mientras el sol decrecía tras la sierra de Collserola.
Allí arriba, solos, viendo cómo el sol se escondía lentamente bajo la cordillera de montañas, tuvimos la suerte de poder sentirnos dueños de nuestra propia existencia y de ese mundo maravilloso que reposaba a nuestros pies en silencio. Un mundo nuevo y absolutamente nuestro aunque tan sólo lo fuera hasta que cayera la tarde.
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Wow! Me has transportado hasta allí 😍